agosto 16, 2010

Hoy

he salido del portal de Pablo poco antes de ir a comer. Estaba nublado y he tenido ganas de que ya fuera otoño, el otoño de hace diez años, cuando la vida nos estaba esperando. Por un momento he tenido la sensación de que al llegar a la calle iba a retroceder en el tiempo, a un otoño de escaparates fantásticos, de sueños calados y esperanzas afiladas, de ganas de cuellos vueltos en Preciados. De aquellos tiempos de belleza, la de una y la de otras, la mía, la de Clara, la de Jimena, la del mañana. De los días que brillaban, del inminente invierno florido, de cualquier paseo excitante, de la Gran Vía,de miradas que revoloteaban sobre nosotras, de habitaciones sin ventana, de no comer y de dormir, de aventuras de verano. De espacios que carecían de segunderos, de lujuria, de lujos baratos de juventud, de citas a ciegas, de ganas de hacer pis de los nervios, de backstages, de Rimbaud, de accesorios que nos complementaban, de compartir la ropa, de Discman y Calamaro, de volver a ser observadas, de ensayar el discurso de los Goya, de la calle Gravina, de lo exótico de Jimena, de que Clara me inscribiera en Cristina Rota, de que las interminables piernas de Fabianny me recibieran en el Gula Gula, de que me atendiera la delicadeza de Jean Po,. Y de las faldas, de las falditas y del aire acariciándome las piernas, de que el mismo suelo pudiera ver mis bragas, de los muslos rozándose, de las chanclas y los pitillos, de todo lo que fumé y fumamos, de preguntarme de dónde venimos, de los griegos,  los romanos, de Edith Piaf e Isadora Dhuncan , del doloroso final del amor, de las sombras de ojos, del pudor, de Werther, de Madame Bovary y de intentar doblar la realidad buscando una belleza de la vida que no tenga porqué ser dolorosa.